El Papa Francisco y la esperanza cristiana en María

El Papa Francisco dedicó su catequesis a reflexionar sobre la esperanza cristiana, centrándose en María como su ejemplo más grande.

“María no es una mujer que se deprime ante las incertidumbres de la vida, especialmente cuando nada parece ir por el camino correcto. Mucho menos es una mujer que protesta con violencia o que injuria contra el destino cuando este le muestra un rostro hostil. En cambio, es una mujer que escucha”.

A continuación, el texto completo de la catequesis del Papa Francisco:

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En nuestro itinerario de catequesis sobre la esperanza cristiana, hoy ponemos nuestra mirada en María, Madre de la esperanza. María atravesó muchas noches en su camino como madre. Desde su primera aparición en los Evangelios, su figura emerge como parte de un gran drama.

Decir «sí» al ángel no era un acto sencillo. A pesar de su juventud y de no conocer el destino que le aguardaba, respondió con valentía. María, en ese instante, se asemeja a tantas madres de nuestro mundo: mujeres valientes hasta el extremo cuando se trata de acoger en su seno la historia de un nuevo ser.

Ese «sí» fue solo el primer paso de una larga lista de obediencias que marcarían su camino de madre. En los Evangelios, María aparece como una mujer silenciosa, que muchas veces no comprende todo lo que ocurre a su alrededor, pero que medita cada palabra y cada suceso en su corazón.

En esta actitud encontramos un bello reflejo de su psicología: no es una mujer que se deja abatir por la incertidumbre ni que se rebela con violencia cuando la vida muestra su rostro más hostil.

María es una mujer que escucha. Y es que la esperanza siempre está ligada a la escucha. María acoge la existencia tal como es, con sus alegrías, pero también con sus tragedias. Así lo hizo hasta la noche suprema en la que su Hijo fue clavado en la cruz.

Hasta ese momento, María casi había desaparecido de la narrativa evangélica. Los escritores sagrados dejan entrever cómo su presencia se va eclipsando poco a poco, mientras ella permanece en silencio, contemplando el misterio de su Hijo que obedece al Padre. Pero María reaparece en el momento crucial: cuando muchos de los amigos de Jesús han huido por miedo.

Las madres no traicionan. En ese instante, a los pies de la cruz, nadie podría decir cuál era el sufrimiento más grande: si el de un hombre inocente muriendo en el patíbulo o el de una madre viendo los últimos instantes de la vida de su hijo.

Los Evangelios son discretos y se limitan a un solo verbo para describir la presencia de María: ella “estaba” (Jn 19,25).

No se nos dice nada sobre su reacción: si lloraba o no, si gritaba o permanecía en silencio. Estos detalles fueron después interpretados por poetas y pintores, quienes nos regalaron imágenes que han marcado la historia del arte y la literatura. Pero los Evangelios solo dicen: ella estaba.

María estaba allí. Era la misma joven de Nazaret, aunque con los cabellos encanecidos por los años, aún enfrentándose a un Dios que solo podía abrazarse en la fe, y a una vida que la había llevado hasta la oscuridad más profunda. María estaba, en la tiniebla más densa, pero no se había ido.

Cada vez que hay que mantener una luz encendida en medio de la neblina y la oscuridad, María está. Ni siquiera ella conocía el destino glorioso de la resurrección que su Hijo estaba inaugurando para toda la humanidad. Pero permanecía allí, fiel al plan de Dios al que se había entregado desde el primer día de su vocación. También permanecía por su instinto de madre, que sufre cada vez que un hijo atraviesa una pasión.

Todos hemos conocido mujeres fuertes que han cargado con grandes sufrimientos por sus hijos.

Volveremos a encontrar a María el primer día de la Iglesia, entre aquella comunidad de discípulos aún frágiles: uno había negado a Jesús, muchos habían huido, todos habían sentido miedo (cf. Hch 1,14). Pero ella estaba allí, con naturalidad, como si su presencia fuera lo más normal del mundo. En medio de aquella Iglesia naciente, iluminada por la Resurrección pero también por las dudas de sus primeros pasos.

Por eso todos la amamos como Madre. No somos huérfanos: tenemos una Madre en el cielo, la Santa Madre de Dios. Ella nos enseña la virtud de la esperanza, incluso cuando todo parece carecer de sentido. María confió siempre en el misterio de Dios, incluso cuando parecía ausente en medio del mal del mundo.

En los momentos de dificultad, María, la Madre que Jesús nos regaló, sostenga siempre nuestros pasos y nos diga al corazón: “Levántate. Mira adelante. Mira el horizonte”, porque ella es Madre de esperanza.

Gracias.

VATICANO, 10 May. 17 / 04:55 am (ACI)