María, Madre de la unidad y de la esperanza

Catequesis de Juan Pablo II (12-XI-97)

  1. Después de haber ilustrado las relaciones entre María y la Iglesia, el concilio Vaticano II se alegra de constatar que la Virgen también es honrada por los cristianos que no pertenecen a la comunidad católica: «Este Concilio experimenta gran alegría y consuelo porque también entre los hermanos separados haya quienes dan el honor debido a la Madre del Señor y Salvador…» (Lumen gentium, 69; cf. Redemptoris Mater, 29-34). Podemos decir, con razón, que la maternidad universal de María, aunque manifiesta de modo más doloroso aún las divisiones entre los cristianos, constituye un gran signo de esperanza para el camino ecuménico.

Muchas comunidades protestantes, a causa de una concepción particular de la gracia y de la eclesiología, se han opuesto a la doctrina y al culto mariano, considerando que la cooperación de María en la obra de la salvación perjudicaba la única mediación de Cristo. En esta perspectiva, el culto de la Madre competiría prácticamente con el honor debido a su Hijo.

  1. Sin embargo, en tiempos recientes, la profundización del pensamiento de los primeros reformadores ha puesto de relieve posiciones más abiertas con respecto a la doctrina católica. Por ejemplo, los escritos de Lutero manifiestan amor y veneración por María, exaltada como modelo de todas las virtudes: sostiene la santidad excelsa de la Madre de Dios y afirma a veces el privilegio de la Inmaculada Concepción, compartiendo con otros reformadores la fe en la virginidad perpetua de María.

El estudio del pensamiento de Lutero y de Calvino, como también el análisis de algunos textos de cristianos evangélicos, han contribuido a despertar un nuevo interés en algunos protestantes y anglicanos por diversos temas de la doctrina mariológica. Algunos incluso han llegado a posiciones muy cercanas a las de los católicos por lo que atañe a los puntos fundamentales de la doctrina sobre María, como su maternidad divina, su virginidad, su santidad y su maternidad espiritual.

La preocupación por subrayar el valor de la presencia de la mujer en la Iglesia favorece el esfuerzo de reconocer el papel de María en la historia de la salvación.

odos estos datos constituyen otros tantos motivos de esperanza para el camino ecuménico. El deseo profundo de los católicos sería poder compartir con todos sus hermanos en Cristo la alegría que brota de la presencia de María en la vida según el Espíritu.

  1. Entre nuestros hermanos que «dan el honor debido a la Madre del Señor y Salvador», el Concilio recuerda especialmente a los orientales, «que concurren en el culto de la siempre Virgen Madre de Dios llenos de fervor y de devoción» (Lumen gentium, 69).

Como resulta de las numerosas manifestaciones de culto, la veneración por María representa un elemento significativo de comunión entre católicos y ortodoxos.

Sin embargo, subsisten aún algunas divergencias sobre los dogmas de la Inmaculada Concepción y de la Asunción, aunque estas verdades fueron ilustradas al principio precisamente por algunos teólogos orientales: basta pensar en grandes escritores como Gregorio Palamas ( 1359), Nicolás Cabasilas ( después del 1396) y Jorge Scholarios ( después del 1472).

Pero esas divergencias, quizá más de formulación que de contenido, no deben hacernos olvidar nuestra fe común en la maternidad divina de María, en su perenne virginidad, en su perfecta santidad y en su intercesión materna ante su Hijo. Como ha recordado el concilio Vaticano II, el «fervor» y la «devoción» unen a ortodoxos y católicos en el culto a la Madre de Dios.

  1. Al final de la Lumen gentium, el Concilio invita a confiar a María la unidad de los cristianos: «Todos los fieles han de ofrecer insistentes súplicas a la Madre de Dios y Madre de los hombres, para que ella, que estuvo presente en los comienzos de la Iglesia con sus oraciones, también ahora en el cielo, exaltada sobre todos los bienaventurados y ángeles, en comunión con todos los santos, interceda ante su Hijo» (ib.).

Así como en la primera comunidad la presencia de María promovía la unanimidad de los corazones, que la oración consolidaba y hacía visible (cf. Hch 1,14), así también la comunión más intensa con aquella a quien Agustín llama «madre de la unidad» (Sermo 192, 2; PL 38, 1.013), podrá llevar a los cristianos a gozar del don tan esperado de la unidad ecuménica.

A la Virgen santa se dirigen incesantemente nuestras súplicas para que, así como sostuvo en los comienzos el camino de la comunidad cristiana unida en la oración y el anuncio del Evangelio, del mismo modo obtenga hoy con su intercesión la reconciliación y la comunión plena entre los creyentes en Cristo.

Madre de los hombres, María conoce bien las necesidades y las aspiraciones de la humanidad. El Concilio le pide, de modo particular, que interceda para que «todos los pueblos, los que se honran con el nombre de cristianos, así como los que todavía no conocen a su Salvador, puedan verse felizmente reunidos en paz y concordia en el único pueblo de Dios para gloria de la santísima e indivisible Trinidad» (Lumen gentium, 69).

La paz, la concordia y la unidad, objeto de la esperanza de la Iglesia y de la humanidad, están aún lejanas. Sin embargo, constituyen un don del Espíritu que hay que pedir incansablemente, siguiendo la escuela de María y confiando en su intercesión.

  1. Con esta petición, los cristianos comparten la espera de aquella que, llena de la virtud de la esperanza, sostiene a la Iglesia en camino hacia el futuro de Dios.

La Virgen, habiendo alcanzado personalmente la bienaventuranza por haber «creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor» (Lc 1,45), acompaña a los creyentes -y a toda la Iglesia- para que, en medio de las alegrías y tribulaciones de la vida presente, sean en el mundo los verdaderos profetas de la esperanza que no defrauda.

[L’Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 14-XI-97]